Se
levantó para salir a la calle por la puerta del centro. Allí, como la luz daba
fuertemente sobre todas las cosas, tuvo oportunidad de observarse. La ropa no
estaba sucia. Venciendo su repentina emoción se miró los pies; se detuvo recostándose
en un árbol. ¡Estaban espantosamente embarrados! ¿y? eran sólo los zapatos, ni
su carne, ni siquiera las medias estaban manchadas.
Era ya
algo, podía ya continuar su camino, pero ¿esos zapatos embarrados, no quebraban
en algún (no podía precisar en cuál) punto su ímpetu de levantarse, y salir por
la puerta del centro de su oficina?
Ahora,
ánimo y adelante. Evitar con sumo cuidado toda eventualidad de mancharse en el
futuro.
En el
camino de su oficina hasta la juguetería, pues quería cumplir con el encargue
de su hijo, se fue tranquilizando.
Primero
se hizo mostrar un tren pequeñísimo, con pasajeros, luces, estación y diminutos
galpones plateados. Por último mandó empaquetar un juego muy brillante, unos
mosaicos de colores que unidos en cierta forma, representaban escenas
familiares, batallas, había juegos que realizaban sesenta imágenes, cien, mil y
mil quinientas, ¿cuál llevar? ¿Qué juego daría al niño más posibilidades de
conocer la vida del mundo?
El
vendedor, un joven muy movedizo y solícito, le susurró ¿tiene ojos muy grandes
su hijo? ¿rápidos bajo sus párpados?
¡Ojos
muy grandes!
¿Grandes?
¡Entonces llévele éste, de cien o de mil, no importa, en todos verá lo mismo,
distinto enfoque! Pero como obsequio a su fina elección (yo quiero mucho este
juego), tome este pequeño mosaico de cristal pintado, gratuitamente. Sobre una
de sus caras está grabada la efigie del creador de este juego, en la otra cara
están dibujadas todas las combinaciones que se pueden dar en este juguete. ¡Ah!
este mosaico minúsculo, según dónde se lo coloque en el juego general (y esta
es la gran ventaja de poseerlo) cambia radicalmente toda la escena, pues sea en
el centro, en un extremo, toda la acción gira forzosamente alrededor de este
pequeño y múltiple mosaico, pintura de toda posibilidad!
¿Qué
color de papel agradaría más a su hijo, rojo, azul, negro con cuadros blancos?
¡Ah, esas minucias, qué red espesa formaban alrededor suyo esas minucias! ROJO,
ROJO, ¡SÍ, ROJO!
Cuando
se encontró en la calle recién recordó no haber dicho adiós al empleado. Joven
muy atento. ¿Qué pensaría de él? tal vez desde hoy cambiaría su modo amable en
brusco, y todo por su intolerante falta de tacto.
Corrió
un vehículo y se le desgarró todo el paquete. ¡Tan bien envuelto que estaba! Al
llegar a su casa intentó limpiar sus zapatos, que le pesaban increíblemente
dado lo etéreo de su carga.
Un
médico lo detuvo ante la entrada de la habitación de su hijo ¡su hijo
agonizaba! ¿tenía que verlo?
¡Todas
sus temblorosas minucias!
Se
prometió no mirarse más los pies.
Lentamente
sacó una mano fuera lejos de la diminuta red.
Su hijo
despedía aún calor, todavía su sangre iba y venía.
Fijándose
en el sufriente rostro de su hijo, reconstruiría su sólido cuerpo y su alma.
Absorbería su piel y su carne alrededor de sus huesos, para evitar toda
desintegración en lo pequeño.
De:
“Cuatro murales”.
Miguel Ángel Bustos. “Visión de los hijos del mal” Buenos Aires, Argonauta, 2008.
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